El avión que no quería volar o ¿jueces al cadalso? || La noche de los Nahuales

Por Benjamín M. Ramírez

¡Qué ocurrente!

 

Rifar un avión. Aquí, en esta soberanía, se rifan licuadoras, paquetes de fiesta, viajes, dinero en efectivo, vales de gasolina, televisores de última generación, fincas, casas, ranchos, planchas, vehículos —las universidades públicas y privadas mantienen un financiamiento a través de sus rifas institucionales con muchos premios atractivos—, pero rifar un avión… 

 

Cuando alguien de forma individual quiere obtener un recurso extra para una noble causa o por razones personales vende boletos para llevar a cabo su propia tómbola. Es por ello que el presidente de la República ha sido tajante, respecto al tema del avión presidencial: —Se vende, se renta o se rifa pero no me subiré a él, —expresó.

 

Y es el sino del mexicano el que nos persigue, nos produce fantasías, alucinaciones, elucubraciones. Porque es bien conocido que el mexicano sueña, y en todas rifas pretende ser el afortunado, añora con obtener el premio ofertado; desde lo ínfimo a la gloria prometida. 

 

No escatima en nada cuando sueña con la diosa fortuna y una lluvia de posibilidades inexistentes, de realidades inalcanzables,  de ser tocado por la suerte. Porque en suma, el mexicano le gusta delirar con lo absurdo sin acercarse siquiera a explorar las posibilidades estadísticas de la causa de sus insomnios. 

 

El mexicano en su sino, aspira y suspira, al mismo tiempo. 

 

No existe cultura en donde no estén presentes los juegos de azar, la baraja o la lotería. El  casino es un lugar común en donde los sueños de hacerse rico en un santiamén corren por las arterias anegadas de colesterol y triglicéridos añejos de un infortunio siniestro, tal como reza el viejo y conocido refrán: “la suerte no es para quien la busca sino para quien la encuentra”

 

O, mejor expresado: “la suerte es como la muerte, cuando te toca te toca”, desconocedores todos de que los ludópatas rayan en la locura, en la manía de un padecimiento igual o peor que el alcoholismo, puesto que se complementan, se atraen y se diluyen en la danza del infortunio anhelado. 

 

El mexicano aguarda a la tómbola esperanzado y esperanzador, tienta su suerte, maldice la desventura y la superstición, cree en el sortilegio: en la posada de la empresa, en la kermesse de la parroquia, en el sorteo entre amigos, ahí donde no se pagan impuestos ni derechos hacendarios, porque no cree en la legalidad de ningún tipo de sorteo llevado a cabo por las instituciones de gobierno.

 

El mexicano no cree y se burla de sí mismo. Se mofa de las intenciones casi pueriles como la de rifar el avión presidencial en un país donde más del 60% de su población está sumido en la pobreza, porque una licuadora no genera gastos de mantenimiento.

 

Con la reacción viral de los memes, el mexicano, no ha dado tregua frente a lo que supone ser agraciado con tan tremendo armatoste, sin considerar los gastos de mantenimiento y todos los impuestos derivados por el uso del aeropuerto, envergadura de la nave y el gasto de operación. 

 

El problema no es la rifa en sí, ni la suerte, —siempre la suerte—, del afortunado de marras, sino de la complejidad de la trama de corrupción, que antaño, han caracterizado a las instituciones encargadas para de los sorteos.  

Propondría entonces, y sólo a manera de propuesta, que el INE se encargue de la realización de la rifa a partir del registro federal de electores, que se apliquen restricciones en la adquisición de boletos, y se otorguen “cachitos” como bono o estímulo para propiciar la equidad entre los grupos vulnerables.

 

Con la entrega gratuita de boletos a los que menos tienen pondría el suelo parejo, en caso de llevarse a cabo dicho sorteo, para que todos los mexicanos cuenten con las mismas posibilidades reales de quedarse con el premio; cuestión de principios. 

 

No vaya ser que, en este país de pobres, políticos o allegados y familiares de quienes detentaron el poder de antaño sean los agraciados de siempre  al obtener, no una, sino dos veces el premio mayor de la Lotería Nacional. Y si tienen dudas puede conseguir la receta con Fidel, el de fidelidad por Veracruz, o a la expareja de la señora Sahagún: hoy me compro una serie completa y mañana soy el beneficiario del premio mayor del sorteo de la LOTENAL.

 

Habría que preguntarle a David Baldacci en la trama de su novela “La ganadora”, en donde pone de manifiesto, de manera ficticia, las trampas, tramas y complejidades de la lotería en la unión americana.

 

Pero supongo que existen temas de interés más importantes que la rifa de un avión que se niega a despegar el vuelo. Un avión en tierra es un objetivo vulnerable en tiempos de guerra. Supongo que el seguro cuenta con la vigencia respectiva, se le proporciona el mantenimiento preventivo y no se le aplican “chicanadas” o “mexicanadas” hasta el sorteo posterior porque cualquiera de nosotros puede ser el ganador del premio mayor del sorteo a realizarse —hipotéticamente— el próximo 24 de diciembre. 

 

En otro tema de mayor calado es la intención de una reforma judicial que se pretende impulsar, y en su caso, aprobar en la presente administración. Como si se viviera en un país donde la legalidad ha establecido sus reales, se haya enraizado, afincado o predomine la ley y el orden, tal como sucede en otros “mundos”.

 

Una intención, si se comprende la dimensión de tan pretendida reforma, es la de someter a escrutinio, y en su caso, poder llevar a la “justicia” a los impartidores de la misma que incurran en una situación constitutiva de delito, es decir, los jueces juzgados. 

 

Se necesita un Daniel en nuestra Babilonia, un joven que inspirado en la verdad pueda desenmascarar la mentira y su estela de corruptelas con sentencias que nunca debieron emitirse y culpables que nunca serán condenados.

 

Parafraseo el libro de Daniel en su capítulo 13: “En nuestra Babilonia los jueces dicen ser los impartidores de la justicia, pero ellos mismos son el origen de la maldad”, de delitos que quedan impunes, con sentencias dilatadas, de inocentes castigados por transgresiones que nunca cometieron, de criminales que gozan del manto de la impunidad, porque la justicia es una mercancía que se puede comprar, muy cara para muchos, pero siempre a la venta. 

 

Espero que los profesionales del derecho puedan actualizarse y buscar nuevos cursos en una reforma judicial que se antoja risible, de escarnio, cómico y audaz porque en este país no se necesitan nuevas leyes, sólo debe imperar el sentido común para aplicar la definición de justicia: darle a cada quien lo que le corresponde. 

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