Gobernar sin contrapesos || Transiciones

Por Víctor Alejandro Espinoza       

Según el artículo 40 de nuestra Constitución Política “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”. En el largo periodo autoritario en el que gobernó el Partido Revolucionario Institucional en sus diferentes mutaciones (Partido Nacional Revolucionario:1929/1938, Partido de la Revolución Mexicana: 1938/1946 y PRI: 1946-2000), la relación de los gobiernos de las entidades con el gobierno federal fue de subordinación. 

La forma de gobierno presidencialista se superponía a la república federal, a través de un doble mecanismo: por un lado, el presidente de la República era el árbitro supremo que resolvía cualquier conflicto que no fuera solucionado a nivel local o que las atribuciones de los gobernadores en la práctica pusieran en peligro la estabilidad de la federación. Y dos, hacia el interior de las entidades, el gobernador y los alcaldes reproducían la forma de gobierno presidencialista. 

El presidencialismo significaba en los hechos la subordinación de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo. Esto a nivel del gobierno federal y de los gobiernos locales. Era una maquinaria muy bien aceitada en la que si bien se permitían los cacicazgos locales, nunca deberían poner en peligro la estabilidad de la República. En lo alto de la pirámide se encontraba el presidente de la República y si se avizoraba algún intento de rebelión por parte de un gobernador, inmediatamente se le destituía o tenían que pedir “licencia del cargo”. El periodo que mayor número de gobernadores removidos registra es el de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) con 14. El siguiente presidente, Ernesto Zedillo, intentó, pero no pudo, remover a uno: Roberto Madrazo Pintado, gobernador priista de Tabasco. 

Con el acotamiento de las facultades metaconstitucionales de los presidentes a partir de 1994 y la alternancia política de 2000, el poder que se le limitó a la presidencia de la República pasó a los gobernadores. Ahora, sin mecanismos de control político, pasaron de ser virreyes a verdaderos señores feudales. Amos y señores de sus entidades, donde sometieron a los congresos y al poder Judicial. Gobiernos sin contrapesos. Y ello, independientemente del origen partidista del gobernador.

La democracia a la mexicana al parecer resulta incompatible con el federalismo actual. Lejos de disminuir, el poder de los gobernadores se ha multiplicado y con excepciones, ha desaparecido la división de poderes en las entidades. Ya sin mecanismos metaconstitucionales que los controlen, incluso se atreven a desafiar a la autoridad central. Paradójico que el federalismo mexicano, sobre todo en lo referente al control de los excesos de los virreyes locales, funcionaba mejor en el periodo autoritario de partido hegemónico y/o dominante. Hoy, con agendas personales, y con los partidos políticos dependientes del poder, el federalismo resulta anacrónico y pone en riesgo la estabilidad política del país.

Esta situación queda muy bien ejemplificada con la crisis de la pandemia por COVID 19. Un grupo de gobernadores, desconociendo que ellos son la autoridad sanitaria en sus entidades, han aprovechado para culpar al gobierno federal por el número de contagios y decesos en sus estados. Y piden una revisión del pacto federal, pero no para resolver la contradicción entre democracia y federalismo, sino para acrecentar su poder económico y político frente al centro y evitar cualquier tipo de control. Todo ello en nombre de la autonomía y trato económico justo. Desde luego que no piensan en el principio de subsidiariedad que es la base de todo sistema federal, sino en cómo lograr obtener más recursos sin ningún tipo de supervisión federal. 

El federalismo mexicano es ya incompatible con un presidencialismo sin división de poderes, sin contrapesos y sin límites para el poder de los gobernadores. La democracia a la mexicana le restó poder al presidente, pero se lo otorgó a los ejecutivos locales. Se requiere una transición a un régimen semi presidencial con plena división de poderes a nivel federal y local. Los señores feudales ya deben ser cosa del pasado. Difícil erradicar el autoritarismo y la corrupción local sin una transformación profunda de nuestra forma de gobierno.

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