Transiciones || Por Víctor Alejandro Espinoza

En camino

Este día, 1 de septiembre, el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) presenta su tercer informe de gobierno. Nos encontramos a la mitad de un sexenio inédito en la historia del país: nunca había ocupado la presidencia de la República alguien que no fuera postulado por el PRI o por el PAN y menos por un partido de izquierda. No es un dato menor y sirve mucho para explicar lo que ha pasado en este país en términos de la reconfiguración del poder, el comportamiento de los actores políticos y la relación entre el gobierno y la ciudadanía.

Lo primero que habría que decir es que las ceremonias fastuosas, faraónicas, de los tiempos del partido hegemónico, por fortuna, son cosa del pasado. Los presidentes llegaban a la sede del Congreso de la Unión y ahí eran vitoreados por miles durante horas. Terminaba el monólogo y seguía el besamanos de la clase política para despedirse en medio de un desfile donde se lanzaban toneladas de papeles de colores. Era el día del presidente.

En 2006, en ocasión del último informe de Vicente Fox ya no hubo acto en el Congreso. Sólo se le permitió entregar el informe por escrito en la antesala del salón de sesiones de San Lázaro. Había un clima enrarecido tras lo ocurrido en las elecciones de aquel año. En adelante tanto Felipe Calderón como Enrique Peña Nieto enviarían al Congreso sus informes y harían una ceremonia alterna con invitados políticos afines y aliados.

A partir de la llegada al gobierno de Felipe Calderón la sede que se ha utilizado para presentar el informe y el mensaje político se cambió del Palacio Legislativo a Palacio Nacional. La pasarela o besamanos seguida de una comida para los elegidos se realizaba en uno de los salones de Palacio.

AMLO, quien mudó la residencia presidencial a Palacio Nacional, también ha continuado con su mensaje en el recinto del centro del país. Si se analiza el protocolo de los informes de estos tres últimos presidentes, la diferencia es notable. Los invitados ya no aplauden a rabiar por cualquier gesto presidencial. Además, las televisoras realizaban una presentación previa donde mostraban un país color de rosa. Todo era fastuoso y la clase política llegaba a rendirle pleitesía al jefe del Ejecutivo. Con AMLO la ceremonia es más sencilla y seguro quienes llegaban a modelar sus prendas de moda y marca extrañan aquellas pasarelas llenas de glamour.

Lo previsible sobre el contenido del mensaje es que los adversarios y opositores afirmarán que miente y sus seguidores lo aplaudirán. El dato interesante es que por alguna razón sus seguidores siguen siendo mayoría. Los datos de aprobación positiva a su gestión de estos días lo ratifican (62%, según lo publicado por un medio de comunicación nacional). Curioso, para sus adversarios (y enemigos, que los tiene), estos primeros tres años de gobierno han sido una eternidad. Para sus simpatizantes y seguidores, un suspiro.

Nuestra cultura política, como el sistema político, es presidencialista. Por ello el titular del Ejecutivo es el responsable del gobierno y, para la mayoría de los ciudadanos, del destino del país. Se le atribuyen todos los poderes y todas las decisiones. Si algo pasa en el rincón más apartado de la geografía nacional, el presidente lo debe resolver o atender. Nada escapa, se dice, al radar presidencial. De ese tamaño son las responsabilidades que se le exigen. Dispensador de favores, de desgracias, hasta de milagros. Por ello sus adversarios atacan a todo aquel personaje o situación que estiman se le relaciona. Es el mayor Tlatoani de nuestra cultura. Por ello, conforme se acerca el fin de su mandato, inicia la especulación sobre el sucesor. Es la mayor diversión política. Se trata de lograr hacer un pronóstico certero acerca de quién es “el bueno” o la “buena”; “el tapado” o “la tapada”. De esos dependerán muchas carreras políticas y la renovación de la esperanza de que todo se transformará al iniciar el nuevo gobierno.

A pesar de cambios innegables en la relación entre gobernantes y gobernados a partir de 2018, el régimen presidencial permanece. El estilo personal de gobernar sigue siendo determinante en la definición del rumbo de la administración pública. Por eso se requiere un cambio estructural para evitar que lo logrado sea destruido por el nuevo gobernante en turno. Hay cambios sin embargo a los que ya no se podrá dar marcha atrás; pero otros peligran sino se transforma el régimen político. AMLO lo sabe y por eso se encuentra contra reloj. Urge una nueva transición política para garantizar el futuro del país y para no sufrir una regresión autoritaria.

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