ITAM: la pedagogía del error || La noche de los Nahuales

Por Benjamín M. Ramírez

Mientras escribo estas líneas dos pensamientos llegan a mi mente: uno que me impactó mientras comía. La imagen de la persona del servicio de limpieza que llevaba a cabo su tarea apoyado sólo por una de sus manos. La otra la tenía inservible. 

 

Era tal el esfuerzo que realizaba para mantener limpio el área de la plaza y, al parecer, nadie se percataba de ello. Ahí estaba el claro ejemplo para todo aquel que se queja, que aspira a todo sin atreverse siquiera a mover un dedo. No existe pretexto alguno para no alcanzar los sueños. 

 

El otro pensamiento es la de la voz del señor que vende pan, lo hace todos los días —sin falta— lanza su pregón, esperando que más de un vecino se asome y lo llame para comprar sus productos. Aún bajo la lluvia, cobijado por el frío que quema, o cubierto por la neblina, muy típico de la época en esta ciudad fronteriza. 

 

La imagen del señor del pan y su pregón —se hace acompañar por su esposa y de sus dos pequeñas hijas— que bien sirven de escolta o de séquito, siempre me produce la interrogante, sobre el esfuerzo que supone producir lo que se vende, y estar a expensas de las condiciones del clima, a la intemperie o de la animosidad de los vecinos. 

 

¿Qué es aquello que nos impide avanzar en nuestras metas, en nuestros propósitos? 

 

Probablemente nos consuela el auto-compadecernos, la lástima que nos tenemos y la complicidad propia del ego que se resiste a asumir la responsabilidad que le compete. 

 

“Yo soy yo y mis circunstancias”, sostiene Ortega y Gasset. 

 

Es probable que mis circunstancias me condicionen, me dobleguen, me dominen, impidan o laceren, pero también es cierto que yo puedo anticiparme y determinar “mis circunstancias”. Y al afirmar “Yo soy Yo”, se sostiene el axioma que refuerza la autenticidad del yo ante lo banal, fútil o trivial.

 

Todo lo anterior se puede resumir de la siguiente manera: 

 

“Yo soy yo y el  ITAM mis circunstancias”. 

 

Explico.

 

Aclaro que las presiones académicas y más, al final de cada período, tienen sus propias peculiaridades, sus propias características que las hacen únicas. No hay un lapso igual a otro. Todo cambia, a la manera y la medida de Heráclito de Éfeso: nadie se baña dos veces en el mismo río. Panta rei. Todo fluye. Tanto las aguas del río como el que toma el baño. 

 

Ahora son los itamitas los que demandan el cuidado de la salud mental de los alumnos. Sostienen que no es lo mismo excelencia que exigencia y han externado un pliego petitorio donde exigen una respuesta expedita o la renuncia del director Arturo Fernández. Es probable que las peticiones sean justas. 

 

Y más, si se trata de una institución que se ufana de ser el parteaguas y el hito de la educación en México, según se dice, los mejores. Pero la bomba les ha reventado en las manos con las exigencias académicas y el suicidio de una de las estudiantes que probablemente tomó la determinación a raíz de las  presiones al interior del instituto. 

 

Es la generación de cristal, aseguran algunos internautas para calificar la situación por la que atraviesan los estudiantes del ITAM y las presiones a los que son sometidos y “al no tener resistencia ni la capacidad de enfrentar los problemas de la vida cotidiana como el desempleo o el tener que pagar las cuentas”.

 

Lo cierto es que con mi experiencia de estudiante puedo proponer la pedagogía del error. Ya discurrían Cicerón y San Agustín, en siglos anteriores sobre el tema. 

 

«— Si me equivoco existo, “Si fallor sum”, dijo el de Hipona. 

 

Mientras que el gran orador manifestaba: 

 

«— Cuiusvis hominis est errare: nullius nisi insipientis, in errore perseverare, que se traduce “cualquiera puede errar, pero sólo el necio persevera en su falta”.

 

En mis años de universitario sucedieron anécdotas tan actuales: el que se “mataba” por alcanzar siempre la nota del diez perfecto, otro que no le importaba en lo más mínimo el aprobar, uno más que le daba igual el diez o el ocho —al menos en mi caso, y que me frustraba siempre si el diez no llegaba— o el de ser un alumno promedio, entre siete y ocho. 

 

Quizá la nota no sea tan importante, el aprendizaje sí lo es.

 

Recuerdo esas noches inclementes en las que tenías que “devorar” un libro para el examen oral del día siguiente, o completar la lectura obligatoria que cada maestro se le “ocurría” dejarnos para el fin de semana. Sí. Fueron noches sin dormir, o con pocas horas de sueño, ensayos interminables, reportes de lectura, aunado a las tareas comunitarias. Simplemente te aguantabas: el frío, el calor o el dolor.

 

Hoy ya todo está diluido, deglutido, regurgitado, masticado previamente para ser “aprendido”, basta con decir el nombre del asistente virtual. 

 

Pero es cuestión de cada personalidad, retomando a Ortega y Gasset, a los itamitas, a los de la generación X o a los “boomers”.  

 

Por un lado, los de la generación de plomo, los que simplemente se aguantaban, a resistir callados, porque si los golpes en la escuela te hacían llorar; en casa los golpes eran más fuertes para que “aprendieras”.  A la sazón, la pedagogía de la chancla voladora. 

 

Por el otro, los de la generación “de la medida”, la del pliego petitorio, la generación de Protágoras, “la del hombre es la medida de todas las cosas”, “una educación ajustable y ajustada” a las necesidades del momento. 

 

En mi generación no había lugar para la queja o para el llanto. Simplemente resistías, te aguantabas porque no había lugar para la frustración o el encono, o ¿acaso eso nos sirvió para ser resiliente y poder sobrellevar el fracaso y superar los obstáculos?

 

¿Será necesario dejar de ver el cristal templado para observar la realidad demandante? Quizá sí, quizás no. 

 

Sólo que en esta vida no hay lugar para el error. Si piensa lo contrario, pregúntale a Genaro o a Felipe.

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