A la maestra con cariño o la nueva lista de (in)útiles escolares || La noche de los Nahuales

Por Benjamín M. Ramírez

 

En la preparatoria conocí al “Diablo”. 

 

Aún lo recuerdo: serio, con su andar cansino; pausado, pero seguro. No reía. De rostro enjuto. “Todos” lo abominaban.  Seis semestres infernales, pero en quinto semestre caminábamos solos. No hacía falta su presencia. Exigente, severo, rígido, inflexible, disciplinado, intolerante, elegante, puntual, recto, voz estentórea, mirada de fuego, amenazante: satanás en persona…

 

«— Aquí, los maestros como usted, se mueren —afirmó —mientras me apuntaba a la cabeza—. 

«— Me enseñaron que cuando se saca un arma es para accionarla. Si la vas a usar, hazlo. En caso contrario, guárdala…

 

Sucedió en mis tiempos mozos de la docencia. Como consecuencia de una retahíla de exigencias que impone la juventud y la inexperiencia. Hoy estás obligado a realizar un diagnóstico para “sondear” las aguas. 

 

Los alumnos son expertos psicólogos. Antes de impartir la “prima clase” ya tienen un dictamen de tu trabajo, de la labor de cualquier docente. Están informados. Los chistes y alias corren a través del ciberespacio, en memes y mames. 

 

«— Con él, sí. 

«— Con éste, no. 

«— Ni lo intentes.

«— Ni lo pienses.

«— Ni se te ocurra llegar tarde. 

«— No te preocupes. No pasa lista.

«— Él le pone diez a todos. Incluso, a los que no asisten…

 

Hace algunos años, cuando entregaba calificaciones finales, uno de los jóvenes menos afortunados con sus notas sacó de repente un arma corta y me la mostró con gesto amenazador. 

 

«— ¿Se quiere morir?

«— Dispara. Todos moriremos. Unos, antes que otros. —Concluí con la actividad, sereno, pero alerta.

 

Me dirigí, sin alteración alguna —y sin afectación emocional—a la oficina del director para “avisarle” que el joven de marras portaba un arma y “me la había mostrado”. Su innocuidad me dejó perplejo. Me quedó mirando aletargado y se sumergió en sus tareas administrativas. Quizá no quiso “meterse” en problemas. Cumplí con avisarle.

 

Con mayor tacto, otro alumno me pidió “echarle un vistazo” al catálogo de armas que portaba. Ya están “caladitas” y “bendecidas”. —Anímese —para que pueda defenderse—. —Le di las gracias asegurándole  que no las necesitaba. 

Quizá también, durante mi adolescencia, veía con encono a mis maestros —ahora los admiro como personas sabias— y que me exigieron mucho, “por mi bien”. 

 

Recuerdo a uno de ellos que, a pesar del esfuerzo y de las horas de trabajo detrás del escritorio, me exigía repetir el ejercicio, una y otra vez. En ocasiones he tenido la bendición de verlo, o “leerlo”, y no pierdo  la oportunidad para agradecer lo que aprendí con él, y de manifestarle mi  admiración por su labor docente. En la preparatoria donde aún imparte “sus clases” lo conocen como “El Diablo”, y lo es. Satanás en persona. Un verdadero demonio. 

 

Presento con todo lo anterior los avatares en la docencia. Con sus rayas, con colores, o a blanco y negro, con sus claroscuros, con sus “ires” y “venires”, con sus bondades e ingratitudes, con sus éxitos y fracasos, con la vida y con la muerte…

 

Aún no olvido el gesto de preocupación de una compañera de trabajo que no podía respirar porque una “madre de familia” iría a “preguntar” —con palabras cariñosas— ¿por qué su hijo estaba reprobado? 

 

Tampoco puedo olvidar las exigencias paternales de un matrimonio que “me atacó” por todos los flancos posibles cuando recogí el examen “marcado” a su vástago  —había respondido con antelación la prueba final—. Manifestaban ellos que yo era el culpable. Les mostré todas las evidencias de que el chico había realizado fraude y no les bastó. Les indiqué que si tenían dudas podían hablar con mi superior inmediato. Lo hicieron, me culpabilizaron porque, para ellos, el retoño era incapaz de cometer algo indebido. Se atrincheraron. Me amenazaron. 

 

«— ¡Lo va a pagar muy caro, profesor! —Les advertí que entre sus exigencias y amenazabas estaba una delgada línea amarilla y que no se atrevieran a cruzarla—.

 

«— ¡Esto no se va a quedar así! ¡Iremos hasta las últimas consecuencias! ¡Lo va a lamentar! —dijeron. 

 

Después de que la inquina —y el matrimonio— se alejara, un compañero maestro me espetó en la cara: 

 

«— ¡No se meta en problemas! ¡Déjelos! Al final todos pasan.

 

Ignoro la respuesta a la pregunta ¿Quién o qué debe cambiar? ¿El sistema? ¿La escuela? ¿Los padres? ¿Los maestros? ¿Exigir cada vez menos? ¿Las leyes? ¿El castigo? ¿La edad penal? ¿La sociedad? ¿La lista de útiles escolares? ¿Los libros? ¿El ciberespacio? ¿Derechos Humanos? ¿La operación mochila? ¿La anomia institucional y gubernamental?

 

Con la pedagogía “NE”, del “No—Esfuerzo” no se obtienen, ni se pueden, ni se deben exigir resultados favorables o de excelencia. Tampoco debe imperar el asombro ante hechos tan lamentables y plenamente previsibles, y que se pueden prevenir, como lo sucedido en Torreón. 

 

Tampoco se debe normalizar el hecho de que entre las tareas se deba solicitar, de forma tácita, que los alumnos lleven armas de fuego al colegio. 

 

«— Con la sola asistencia, aunque no haga nada, el alumno ya tiene seis. —Es una orden —masculló… 

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